RadioTonica

Si tienen tiempo...vean esto....

lunes, 22 de junio de 2009

Para Alicia



Alicia:


Te extrañará que esta carta te la escriba sin siquiera saber si vas a existir, pero si me llegaras a conocer algún día, sabrás que estoy llena de extrañezas, que quizás tu también heredaste, o quizás las tengas más que yo. Secretamente me gustaría que te parecieras un poco a ella, porque desde su ausencia no he vuelto a conocer persona que se le parezca, y también me gustaría que me recuerdes a mí, como a ella, muchas veces la recuerdo yo.

De mi madre sólo poseo recuerdos fragmentados, etéreos. Como las piezas de un puzle, en las que cuando pongo empeño en armar, puedo constituir un recuerdo. Esas imágenes, son extrañas, casi corpóreas. A veces, a lo largo de mi vida he intentado asirlas, para disfrutar más de esos pensamientos, pero pocas veces lo he logrado. Pero esas imágenes son bellas. Tienen fuerza. Tienen brillo. Tienen esa extraña cadencia del recuerdo que perdura a través de las horas infinitas, y que quizás uno, inconscientemente, ha ido dándole pigmentos, olores y sabores, que el recuerdo original no poseía.

De mi madre recuerdo su risa y la fascinación que sentían las personas con las que hablaba. No recuerdo lo que decía, pero desde mi casi metro de altura, veía que las personas la escuchaban atentamente. También que hablaba con todos de la misma manera, simple y sin arrogancias; con la misma gestualidad y la misma suavidad, se tratara del lechero, como del vecino abogado, el minero o del gerente general. Recuerdo que todos se llevaban un cariño, pues mi madre era de tocar.

Recuerdo su menudo porte, sus pies, y sus manos, tan pequeñas, pero tan grandes a la vez. Se que fue la persona que más se concentró en mis deseos, que le dio más vuelo a mis palabras. Leía mi cuaderno escolar, con la misma pasión que leía un libro de filosofía. Cambiaba continuamente los muebles de lugar, como queriendo que su realidad fuera siempre una fiesta. Esa casa de mi infancia, donde todo el mundo cabía, desde las señoras bien, hasta las más humildes, donde había muchas plantas, adquiridas por trueque, claro, ahí estaban todas las ropas viejas de la familia. Amaba profundamente a las plantas, las acomodaba, las regaba, les hablaba y las cambiaba de lugar como si ellas constituyeran de por sí, una familia.

Mi madre era imperiosamente generosa, inclusive más generosa que justa. Quiero decir, no es que la justicia le fuera indiferente, pero era incapaz de mantener a raya los ímpetus de su briosa generosidad. Alguien dijo que debemos ser justos antes que generosos, así como tenemos camisas antes que corbatas. Ahí está, si ella tenía corbatas, era capaz de dártelas sin esperar a que llegara el momento de tener camisas. Ante la más mínima sospecha de que carecieras de algo, prefería arrancarte una sonrisa de gratitud a golpes de corbata.

Inventaba métodos para que aprendiera las tablas de multiplicar, me daba razones, motivos, mientras yo la miraba distraída, sentada en el marco de la puerta de la ...en ese entonces ...cocina. En ese lugar pasaba gran parte de los 9 de Junio, cocinando jaleas en cascarillas de naranjas, y unas bolitas de manjar con coco, que nunca aprendí a hacer. Esos cumpleaños eran eventos de la niñez, la casa se llenaba de amigos, y jugábamos hasta anochecer, yo terminaba desordenada y descalza, porque desde ese entonces no soportaba los vestiditos domingueros y los zapatos de charol con esa suela, como de madera.

Cuando se sentía enferma, cosa que fue algo recurrente en su último año, sacaba de quien sabe donde algún artilugio para que lo triste se convirtiera en mágico. Yo me recostaba a su lado, y ella en un block de papel de dibujo, representaba con lápiz, las caras felices de mi hermano, la mía y la de mi padre, quizás como un presagio, o un preludio de lo que habría de suceder, extrañamente ella no se dibujaba en el croquis.

Compraba a escondidas regalos, nunca supe de donde ni como. El último que recuerdo, fue un anillito de oro, con mis iniciales, que tontamente perdí, con un amor adolescente en la plaza de mi barrio, y nunca más pude recuperar. Era cariñosa hasta la saciedad y extremista a la hora de sus aprehensiones, como olvidar las vigilias de mi padre a la hora de ir a buscarme, o cuando se escondía detrás de los arbustos cuando iba a dejar a algún amor de juventud por la noche a tomar locomoción, bajo expresas órdenes de ella.

El lugar donde vivíamos era igual al pueblo de la película “El hombre manos de tijera”, las casas por sector, iguales, todos salían y regresaban a la misma hora, ella esperaba el regreso de mi padre cada día, con la excitación de quien espera un tren expreso. Los minutos previos a la su llegada, la veíamos correr por todos lados, con el deseo de que todo estuviera perfecto.

Ella me enseñó a no quedarme con la expresión más obvia de la vida, con lo evidente. Me hizo ahondar en los matices de una situación, de una frase, de cómo decirla, de cómo se concatenaba una acción con otra, me educó en la ciencia de lo humano. Ella no perdía el sentido de cada pensamiento, de cada acción.

Esa era ella. Esa era ella para mí. Esa era mi madre. Esa era tu abuela. Tan blanda y tan fuerte. Me hubiera gustado conocerla un poco más. Que ella te conociera a ti. Que tú la conocieras. Pero se fue un día de febrero, hace mucho tiempo, me parece que más tiempo que aquel que se cuenta, se marchó entre un túnel de silencios. Y aunque parezca loca, sigo buscándola en cada rostro de la calle, en cada multitud. Porque creo, que nos debemos una charla, charla a la que tenemos derecho las dos.

No le llevo flores al cementerio, pues ella no ha muerto para mí, se ha vuelto una especie de concierto, una partitura enriquecida con el tiempo, que cada vez que la ensayo, más disfruto y entiendo.


“Mi madre, niña de mil años,

madre del mundo, huérfana de mí,

abnegada, feroz, obtusa, providente,

jilguera, perra, hormiga, jabalina,

carta de amor con faltas de lenguaje,

mi madre: pan que yo cortaba con su propio cuchillo cada día”. Octavio Paz.